Comentario
CAPÍTULO XIII
De la extraña fiereza de ánimo de los tulas, y de los trances de armas que con ellos tuvieron los españoles
El general, porque era ya tarde, mandó tocar a recoger y, dejando muchos indios muertos y llevando algunos de los suyos mal heridos, se volvió al real, nada contento de la jornada de aquel día, antes fue escandalizado de la obstinación y temeridad con que aquellos indios pelearon y que las indias tuviesen el mismo ánimo y fiereza.
El día siguiente entró el general con su ejército en el pueblo y, hallándolo desamparado, se alojó en él. Aquella tarde salieron cuadrillas de caballos a correr por todas partes el campo a ver si había juntas de enemigos. Toparon algunos que servían de atalayas y los prendieron, mas no fue posible llevar alguno de ellos vivo al real para tomar lengua de él, porque, maniatándolos para llevarlos, luego se echaban en el suelo y decían "o me mata o me deja", y no respondían palabra a cuantas preguntas les hacían y, si querían arrastrarlos porque se levantasen, se dejaban arrastrar, por lo cual fue forzoso a los castellanos matarlos todos.
En el pueblo (porque demos relación de sus particularidades) hallaron los nuestros muchos cueros de vaca, sobados y aderezados con su pelo, que servían de mantas en las camas. Otros muchos cueros hallaron crudos por adobar. También hallaron carne de vaca, mas no hallaron vacas por los campos, ni pudieron saber de dónde hubiesen traído los cueros. Los indios de esta provincia Tula son diferentes de todos los demás indios que hasta ella nuestros españoles hallaron, porque de los demás hemos dicho que son hermosos y gentiles hombres; éstos son, así hombres como mujeres, feos de rostro y, aunque son bien dispuestos, se afean con invenciones que hacen en sus personas. Tienen las cabezas increíblemente largas y ahusadas para arriba, que las ponen así con artificio, atándoselas desde el punto que nacen las criaturas hasta que son de nueve o diez años. Lábranse las caras con puntas de pedernal, particularmente los bezos por de dentro y de fuera, y los ponen con tinta negros, con que se hacen feísimos y abominables. Y al mal aspecto del rostro corresponde la mala condición del ánimo, como adelante más en particular veremos.
La cuarta noche que los españoles estuvieron en el pueblo de Tula vinieron los indios en gran número al cuarto del alba, y llegaron con tanto silencio que, cuando las centinelas los sintieron, ya andaban revueltos con ellas. Acometieron el real por tres partes y, aunque los españoles no dormían, los indios que dieron en el cuartel de los ballesteros llegaron tan arrebatadamente y con tanta ferocidad, ímpetu y presteza que no les dieron lugar a que pudiesen armar sus ballestas ni hiciesen otra alguna resistencia más que huir con ellas en las manos hacia el cuartel de Juan de Guzmán, que era el más cercano al de los ballesteros. Los indios saquearon eso poco que nuestros tiradores tenían, y con los soldados de Juan de Guzmán que salieron a resistirles, pelearon desesperadamente con el nuevo coraje que recibieron de que, según al parecer de ellos, les hubiesen quitado la victoria de las manos.
En las otras dos partes por donde los enemigos acometieron no andaba menos fiera la pelea, porque en todas ellas había muertos y heridos y gran vocería y mucha confusión por la oscuridad de la noche que no les dejaba ver si herían a amigos o a enemigos. Por lo cual se avisaron los españoles unos a otros que todos anduviesen apellidando el nombre de Nuestra Señora y del Apóstol Santiago, para que por ellos se conociesen los cristianos y no se hiriesen ellos mismos. Los indios hicieron lo mismo, que todos traían en la boca el nombre de su provincia Tula. Muchos de ellos, en lugar de arcos y flechas, con que siempre solían pelear, trajeron aquella noche bastones de trozos de picas, de dos y tres varas en largo, cosa nueva para los españoles, y la causa fue que el indio que tres días antes quebró los dientes al capitán Juan Páez dio cuenta a los suyos de la buena suerte que con su bastón había hecho. Los cuales, pareciéndoles que en el género del arma estaba la buena ventura y no en la destreza del que usó bien de ella (porque los indios generalmente son grandes agoreros), trajeron aquella noche muchos bastones y con ellos dieron hermosísimos golpes a muchos soldados, particularmente a un Juan de Baeza, que era de los alabarderos de la guardia del general, el cual aquella noche había acertado a hallarse con espada y rodela. Tomándole dos indios en medio con sus bastones, el uno de ellos al primer golpe le hizo pedazos la rodela y el otro le dio otro golpe sobre los hombros, tan recio, que lo tendió a sus pies, y lo acabaran de matar si los suyos no le socorrieran. De esta manera sucedieron otras muchas suertes muy graciosas, que, por ser lances de palos, las reían después los soldados refiriéndolas unos con otros, y valioles mucho que fuesen bastonazos y no flechazos, que hacían más mal.
La gente de a caballo, que era la fuerza de los españoles y la que más temían los indios, rompieron los escuadrones de ellos y los desbarataron de la orden que traían, mas no por eso dejaban de pelear con gran ánimo y deseo de matar los castellanos o de morir en la demanda. Y así pelearon más de una hora con mucha obstinación, y no bastaba que los caballeros entrasen y saliesen muchas veces por ellos ni que matasen gran número de ellos (que por ser la tierra llana y limpia los alanceaban a toda su voluntad) para que dejasen de pelear y se fuesen, hasta que vieron el día. Entonces acordaron retirarse tomando por guarida y defensa contra los caballos el monte de uno de los arroyos que pasaban a los lados del pueblo.
Los españoles holgaron no poco de que los indios se retirasen y dejasen de pelear, porque los vieron combatir desesperadamente con grandes ansias de matar a los cristianos, que, como si fueran insensibles, se entraban por las armas de ellos a trueque de los matar o herir. La batalla se acabó al salir del sol y los españoles, sin seguir el alcance, se recogieron al pueblo a curar los heridos, que fueron muchos, y no mas de cuatro muertos.